Presentamos el primer capítulo de un ensayo en proceso. Deseamos que los lectores nos escriban su opinión para que el texto, en su futuro desarrollo, incorpore elementos aportados por los lectores. Se analizará la figura de Van Gogh como genio artístico maltratado por su entorno social, rechazado en su peculiar impronta hacia la vida y la creación, y en cierta medida empujado al suicidio. Se irán proponiendo vías para cuidar a los Van Gogh actuales y venideros, para que puedan vencer sobre la opresión y la angustia, y para que el brillo de su arte y pensamiento fructifique y beneficie más ampliamente a todos nosotros.
Capítulo 1. El suicidio
“El único tema filosófico verdaderamente serio es el suicidio”, decía Albert Camus, el célebre escritor argelino. La mayoría de nosotros tenderá a preguntarse por qué se ha suicidado tal o cual individuo: ¿estaba deprimido?, ¿estaba bajo demasiada presión?, ¿quería evitar una muerte dolorosa?… No obstante, también podríamos preguntarnos algo más llamativo: ¿por qué hay tan pocos suicidas en la sociedad?, o más aún, ¿por qué nosotros mismos no nos hemos suicidado? Siendo así, dependiendo del modo en que sintamos la propia vida y la del mundo, nos parecerá más o menos enfermiza, más o menos sensata, la acción del suicidio.
Creo innecesario apelar a estadísticas para asumir que hay muchísimos más asesinatos que suicidios, tanto que el respeto hacia la vida ajena es en escala general mucho menor que el respeto a la propia. El asesinato, empero, ha sido juzgado como delito por casi todas las naciones y culturas -habiendo excepciones relativas al asesinato en la guerra o al de las penas de muerte-; el suicidio, en cambio, solo en algunos estados modernos es tenido por crimen; si el intento de suicidio fracasa, la persona deberá pagar algún tipo de condena o multa.
En la tradición occidental hay dos casos paradigmáticos de suicidio: el de Sócrates y el de Judas Iscariote. Con Sócrates, la particularidad se da en que él fue condenado por la Justicia ateniense a suicidarse, a ingerir el veneno mortal de la cicuta. Pese a eso, tuvo la chance de escapar de la prisión y así continuar con su vida y su labor pedagógica en otras regiones de Grecia. Él rechazó la oferta de escape y prefirió pagar su condena, porque entendió que entre las posibilidades de muerte que se le presentaban (a la corta o a la larga), esa -la de la cicuta- sería la más afín a su propio ideal filosófico. La muerte suicida de Sócrates, entonces, ha sido vista por muchos, históricamente, como un acto heroico, propio de la coherencia intelectual y moral.
No ha ocurrido lo mismo con el caso de Judas, el infame apóstol traidor. Su suicidio está signado por la canallada, la codicia y luego un insoportable sentimiento de culpa. Fue confinado, según “La Divina Comedia”, al último y más atroz círculo del Infierno.
El Pensamiento Cristiano ha tendido a venerar a Sócrates pero ha ligado al suicidio siempre con la condenación del Infierno. Un hombre pudo haber sido un respetado laico o sacerdote católico, pero si finalmente optó por suicidarse, es como si hubiera practicado en vano la fe, ya que su destino espiritual habrá sido el Infierno. El suicidio es tenido por crimen contra Dios, como un atentado contra Su voluntad de darnos la vida y como una exhibición de desconfianza hacia el futuro que Dios podría brindarnos si permaneciésemos fieles a Él.
No todos los suicidas, sin embargo, se ajustan a los modelos de Sócrates y Judas. Entre ellos dos, por cierto, Sócrates es el menos suicida, es más bien un condenado a muerte que no se rebela (se rebela a rebelarse), más cercano a la figura de un mártir que a la de un angustiado escapista. El caso de Van Gogh es de un modelo distinto.
Responsabilidad de la sociedad
En un bello y poderoso ensayo sobre Van Gogh, el poeta francés Antonin Artaud lo describió como un “suicidado por la sociedad”. Siendo así, la culpa recaería sobre toda la estructura social, acusándola del crimen de incitación al suicidio. No obstante, lo que distingue el caso de Van Gogh del de Sócrates, es que con aquel no hubo mediación de juicios políticos ni de una explícita condena. La incitación al suicidio fue quizá más prudente y ambigua, solo detectable para algunos investigadores “hiperlúcidos” (así es como André Breton consideró la propuesta de Artaud). De hecho, en el ensayo “Van Gogh, el suicidado por la sociedad”, se habla de una conspiración maligna, aun de magia negra, y se incrimina a la sociedad en amplio espectro: a los psiquiatras, a la familia, a la religión, al mercado…
Artaud observa una perversa red de acciones tendientes a menoscabar y asfixiar la esplendorosa y muy sensible alma de Van Gogh, sirviéndole subliminalmente la alternativa del suicidio como lo más viable para hallar alivio. Artaud exclama un profético llamado de alerta; advierte a la sociedad sobre la forma tan mezquina, soberbia y apática en la que esta suele recibir a sus más elevados miembros, a aquellos signados para revitalizar el espíritu de todos, para humanizarnos y abrirnos a niveles superiores de inteligencia y hondura.
He querido sumarme al esfuerzo de Artaud a través de este escrito. Pienso menos, sin embargo, en los que se fueron (Sócrates, Van Gogh, entre otros) que en los que aún viven y en los que vendrán. Meditar sobre pasados vicios y errores podría ayudarnos a que el día de mañana no seamos siquiera cómplices de incitar al suicidio a mensajeros de paz. Asimismo, valdrá también armarnos de recursos para no ser nosotros mismos asfixiados al punto de cometer no solo suicidio sino el más vil y lamentable de los suicidios: matar la chispa divina en el alma.
El discernimiento.
No es indispensable convencerse en cuanto a casos particulares -sean el de Sócrates, el de Van Gogh o aun el de Judas- si fue o no justa la condena social. Si las personas próximas nos sorprenden a veces, para bien o para mal, con pensamientos y actitudes insólitos, cuánto más podría impresionarnos la verdad sobre personas lejanas en el tiempo y el lugar.
No es indispensable que hoy día todos admiremos la obra pictórica de Van Gogh. El mundial reconocimiento que recibe en los ámbitos de la Alta Cultura, bien puede animarnos a investigar quién fue y qué hizo, pero no nos forzará a emocionarnos al ver sus pinturas. Conviene que el asombro sea genuino, y es perfectamente respetable (al menos a los fines de este escrito) que alguien no se conmueva con los cuadros de Van Gogh, incluso habiéndoles dado oportunidad.
Siendo así, la indiferencia que la sociedad francesa de entonces propició al arte de Van Gogh, al igual que la enorme admiración propiciada por el mundo actual, pueden, en principio, tenerse por justas o no. El valor del Arte es primordialmente espiritual, y los valores del Espíritu no son muy dados al consenso imparcial. Si lo fueran, quizás todos seríamos devotos de Jesús, o de Mahoma, o todos seríamos ateos. Sería necio obviar cómo la fe marca la pauta no solo en materia teológica sino también estética.
La culpa
Anteriormente considerábamos la culpa que, según Artaud, debía recaer sobre toda la sociedad respecto al suicidio de Van Gogh. Cualquiera de nosotros podría argüir que ha habido muchos geniales artistas en la Historia que no se han suicidado ni han sido condenados a pena de muerte. De hecho, tal vez había algún otro elemento en Van Gogh, no su talento de artista, que volvía tortuosa su relación con los demás y generaba caos en sus propios estados anímicos. Respecto a ese hipotético elemento, el caso de Van Gogh podría asemejarse al de muchos suicidas que no fueron genios creativos.
La culpa, entonces, no sería de la sociedad sino de la peculiar disposición genética de Van Gogh y quizá también de malas decisiones suyas, las cuales habrían agravado su desesperación existencial.
Otra pregunta que podríamos hacernos es: ¿por qué Van Gogh? Si acaso nos proponemos evitar potenciales suicidios, entonces que sean los de todo el mundo, no solo los de artistas presumiblemente geniales. Ya bastante tenemos que lidiar con nuestros propios conflictos, desorientación y angustias, como para encima arrogarnos el deber de cuidar la estabilidad psíquica de otros a quienes tal vez nuestra vida no les importe. ¿De qué nos serviría a nosotros que un nuevo Van Gogh viviera felizmente sin anticipar su propio deceso? Asunto suyo. El camino es difícil para todos, hay que ser fuertes y dar batalla para salir adelante.
Planteamientos válidos.
Tanto es así que, para esquivar discusiones infructuosas, lo mejor será pensar no en posibles genios vagabundos de remotas latitudes sino en el prójimo, en aquel que está cerca de uno, aquel cuya presencia y obra realmente nos han conmovido, han encendido la chispa de nuestra profundidad. Cuidar de ese prójimo luminoso será cuidar también de la propia alma.
No hace falta basarnos en lo que digan expertos sino más en la prueba que brinda nuestro discernimiento, esa emoción que trasciende la mera emoción, que parece ajustarse a una verdad esencial de lo que somos. Cuando hayamos descubierto en alguien una inusual y movilizadora emanación de virtud y belleza, al punto de que no dudemos de que ahí hay una piedra preciosa de la humanidad, tendremos entonces al nuevo Van Gogh, el prójimo Van Gogh, el que viene a ser como un ángel y un niño, puesto tanto para guiarnos e iluminarnos como para que lo protejamos del mundo.
Marcos David Porrini es escritor, poeta y narrador argentino. Es productor y guionista de obras de teatro, performances y meditaciones filosóficas. Su libro más reciente “Para andar por encima del mundo. Textos de un pájaro azul” con más de 70 poemas y relatos, lo ubica como importante emergente cultural de la nueva generación de artistas argentinos.
A proposito de Tu ensayo “Para no suicidar a Van Gogh “,Mencionas una conspiracion de la sociedad para desintegrar, quebrar al sensible espiritu de Van Gogh.
Parece que el entorno hostil y las particulares circunstancias de cada cual han conducido a algunos a suicidarse.
DIces acertadamente que a aquellos cercanos que nos han conmovido deberiamos apreciarlos y cuidarlos.En ultimas, demostrarles amor.
Ese es el punto crucial: Valorar y apoyar a esos seres creativos y visionarios que son los que iluminan y dan un sentido de belleza y libertad a la sociedad.Que gran coraje han tenido ellos que a pesar de ser incomprendidos,marginados y atormentados, lograron crear obras que trascienden sus circunstancias y que perduran en el tiempo.
¡Qué bello comentario! Muchas gracias, Julieta.
Es muy preciso lo que decís. La pérdida de este tipo de personas, y de tan angustiosa forma, es en parte un llamado de atención para la sociedad, el termómetro para medir el grado de conciencia y sensibilidad colectivas.
Hola, Alejandra. Muchas gracias por tu comentario tan significativo. Es un punto muy interesante el que tocás, en especial el de lo económico. Por otra parte, recuerdo el comienzo de la canción “Barro tal vez”, de Luis A. Spinetta, que dice “Si no canto lo que siento, me voy a morir por dentro”. Existe esa poderosa urgencia de cantar lo que se siente, y si bien es una responsabilidad primordialmente propia la de dar expresión a ese canto, la ayuda que podamos brindar a la expresión auténtica y amplia de los otros, y la ayuda que puedan darnos los demás a nosotros, es de una importancia enorme. “Hagamos con los demás como queremos que hagan con nosotros”.