El antiguo puerto de Buenos Aires.

Desembarco en el puerto de Buenos Aires

Primera parte

Siempre que se pensó en construir un puerto que resolviera los problemas que presentaba el estuario del río de la Plata, hubo que enfrentarse al desafío que presentaba la geología de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. Durante décadas ha sido objeto de estudios debido a las peculiaridades de la arcilla que conforma el lecho del antiguo estuario del Río de la Plata. La arcilla, de gran espesor, puede variar en consistencia de blanda a fluida dependiendo de la presión y del contacto con el agua.

La complejidad de la arcilla en esta zona ha sido motivo de estudio para ingenieros y geólogos, ya que se deben implementar técnicas especiales para las construcciones y excavaciones en la zona. La ciudad de Buenos Aires, con su larga historia, ha enfrentado estos desafíos de forma constante, pero gracias a los avances en la tecnología de la construcción y los estudios geológicos, se han encontrado soluciones para poder construir de manera segura y efectiva en esta zona.

El desembarco en el Puerto de Buenos Aires durante los siglos XVII al XIX era un proceso que dejaba una impresión duradera en los visitantes extranjeros. Según relatos históricos, la forma novedosa en la que se llevaba a cabo esta maniobra, utilizando un carro tirado por altos equinos, generaba sorpresa y cierta inseguridad en los pasajeros y mercaderías que eran transportados.

Este sistema de desembarco se llevaba a cabo en dos etapas, la primera utilizando una barca llamada ballenera desde el barco llegado de ultramar hasta la playa, y luego, el carro tirado por caballos criollos de alto porte y enorme fuerza para transportar las cargas a la ciudad.

En la época de la independencia de Argentina, el traslado de mercaderías desde los barcos hacia tierra firme era un problema constante, debido a las protestas de los pasajeros y a los altos costos del seguro.

El desembarco y la descarga eran más fatigosos y costosos que la travesía del mar debido a la solución de continuidad que existía entre la nave que llegaba a las costas y los medios de transporte terrestres. Los pasajeros debían enfrentarse a inmensos bajitos y olas encrespadas que hacían del desembarco un problema sujeto al azar de los vientos y que podía tornarse de grotesco y ridículo en peligroso o trágico.

La llegada de los pasajeros y las mercaderías era una escena cómica en la que se podía ver a los pasajeros pasando del gran vapor al pequeño, del pequeño al bote, del bote al carro o al hombro de un robusto marino. Las mercaderías eran transportadas y vueltas a trasbordar, maltratadas y arrojadas finalmente a un carro que era arrastrado lentamente por bestias condenadas a una vida de anfibio en las estaciones más crudas. La carga era dejada como juguete de las olas cuando no era sorprendida por una marea que concluía con la vida y las fatigas de los animales.

El Puerto de Buenos Aires, en el siglo XIX, era un lugar difícil de alcanzar y poco acogedor para los navegantes debido a los bancos de arena, los vientos temibles y la escasa profundidad de los canales. La construcción del Puerto Madero en 1889 cambió la situación, pero hasta entonces los barcos debían fondear en la Rada Exterior y desembarcar la carga y los pasajeros en barcos más pequeños.

El comerciante inglés Samuel Haigh relató su arribo en 1817: “Echamos anclas en la Rada Exterior, a siete millas frente a Buenos Aires. La Rada Exterior es fondeadero de los barcos de su Majestad, pues no hay agua en las Balizas Interiores para los buques de mucho calado. El capitán y yo fuimos a tierra en uno de los botes. Como había poca agua, la embarcación pudo solamente aproximarse a un cuarto de milla de la ribera, y me sorprendió mucho este sistema curioso de arribar”. “Carretas livianas, tiradas por dos caballos, uno montado por un indio de extraña catadura, se acercaron al bote en busca de los pasajeros “. “El estado desvencijado de estos vehículos construidos de caña y abiertos en el fondo, exponen al ocupante a empaparse entes de alcanzar la orilla, de modo que más bien desalienta que anima, y cuando uno es arrastrado lentamente en el agua hacia la playa, se asemeja más a un criminal la víspera de salir de este mundo, que a un viajero a punto de entrar a una gran capital”.

Emeric Essex Vidal, marino inglés comentó que el río era tan bajo que raramente podían llegar en bote a la orilla, y existían cinco o seis carros constantemente en actividad, con el propósito de desembarcar pasajeros. El pasaje costaba dos reales cada viaje, fuere la distancia grande o pequeña, diciendo: “Algunas veces son unas pocas yardas, mientras que en otras, el carro debe andar un cuarto de milla antes de alcanzar los buques, porque con viento del norte o noroeste, especialmente si soplan fuertemente, el agua se retira de la costa a tal grado, que su fondo queda frecuentemente en seco “.

“El tumulto y las imprecaciones, los llantos y las risotadas, el vocerío, los empujones y el estrujamiento general alcanzaron su período álgido y desbordante cuando los carros llegaron a la orilla y empezaron a descender los pasajeros, arrojándose unos por las ruedas, descolgándose otros por las varas, mientras por todas partes llovían maletas, mundos grandes y pequeños, valijas lujosas y envoltorios miserables; mantas agujereadas y bufandas de tenor de ópera; paraguas que servirían para cribar melones y sombrillas de raso donde el sol mismo mejoraba sus luces; bastones con conterilla de oro y cayados de mendigo; cestas de mimbres sin pelar y canastillos franceses pintados de negro con su cerradura de níquel. Todo estos enseres y otros muchos que nosotros nos dejaremos en el tintero, pero que de fijo no se quedaron en los carros, fueron tirados de prisa a tierra por los conductores, y era cosa de ver el aceleramiento para recoger cada pasajero sus objetos, o por equivocación previstas los objetos de otros, que de todo habría en tan tremendo barullo y enorme, alocada confusión “

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